El móvil...





Recuerdo el primer móvil que me regalaron, y quien me lo regaló. Aunque ése no fue oficialmente mi primer móvil, el cual llegaría dos años después, en color violeta y, bajo la marca Ericsson, modelo T-10. En ese momento, un seis de enero, no atisbé lo que semejante artilugio iba a suponer en mi vida, y en el mundo. Al principio lo tomé como lo que era: un aparato capaz de acortar distancias insalvables a través de un "qué tal" envuelto en cariño, un accesorio o complemento de gran utilidad, pues permitía avisar a quien ya había salido de casa del percance que te asediaba a fin de que no estuviera plantado esperando a que el viento le hiciera llegar tus gritos o tus señales de humo... Cientos de caracteres y diez tamaños de pantalla después, la comunicación quedó reducida al muro de Facebook. Un muro en el que su propietario expone lo que no es capaz de decir a una única persona, en concreto, y en un cara cara; el desahogo encriptado de ciento cuarenta caracteres mientras sonríe a centenares de interlocutores, en muchos casos que ni conoce personalmente, y añade "hoy me siento feliz" y una cara sonriente. La panacea de la ambigüedad subida al pedestal de la completa y absoluta degradación del respeto, la honestidad y la voluntad de ser en pro de aparentar.


Hasta que llegó el WhatsApp.

He recibido mensajes de WhatsApp anunciando bodas, bautizos, comuniones, embarazos. Tengo amistades que me han tirado bengalas pidiendo un SOS haciendo un "copia y pega" de un "me cansé, hasta luego, bye-bye, me voy por la puerta de atrás" de sus parejas. Conozco a muchas mujeres separadas que comunican que el niño está enfermo, las notas del último cuatrimestre o el abono en la cuenta del banco a sus exmaridos, al tiempo que ellos preguntan qué tal la última visita al pediatra. Grupos que silencio y no abandono por cortesía, pero a los que no presto atención, porque consumen la batería, no del móvil, sino de mi vida. Incluso quien luce en "su estado" la directa indirecta para ese alguien a quien llama especial y no es capaz de llamar, (oiga que los detalles son bienvenidos siempre, pero sin cinismo, gracias y ¡feliz hanukkah para ti también!). Todo es válido a fin de evitar la réplica de una voz seria, dolida, apática, triste, melancólica, con desgana... Todo está permitido con tal de esquivar una conversación incómoda y darle con la puerta en la narices a la verdadera comunicación, consintiendo que se vea como normal y natural, lo que, realmente, no lo es. 

Te instalas una nueva locura en el móvil y nadie te explica los efectos secundarios, las dimensiones bíblicas que causará en tu vida social y emocional, los estragos que va a suponer en tu minimundo mágico de Fisher-Price, cómo van a variar tus hábitos, comportamientos, conductas... Ya si eso, con el tiempo, que se encargue alguna Universidad del Oeste de EEUU. Nos cuelan utilidades sin manual de instrucciones, sin siquiera un "este mensaje se autodestruirá transcurridos 30 segundos" y pasamos a convertir una simple aplicación en una trinchera de miedo ocultándonos tras la pantalla. ¡Qué vivan los nuevos bailes de disfraces del siglo XXI!  

Me gusta la comunicación, adoro la comunicación, verbal, no verbal... Ese gesto que dice más que mil palabras -y que jamás podrá reflejar un emoticono por muy simpático que sea- ese tono que envuelve una palabra y te arropa de tal modo que las caricias se hacen diminutas... Soy fan de lo auténtico y genuino. Amo lo real, la vida, la intensidad. 

Nos hemos acostumbrado -y no quiero acostumbrarme a eso- a leer donde antes escuchábamos, a interpretar donde antes veíamos, a suponer en lugar de preguntar y a realizar análisis sintácticos, morfológicos y semánticos para llenarnos de prejuicios y estandarizar al que no se tiene en frente, sino tras una pantalla, creando composiciones en plan el Bosco en una realidad virtual, que no paralela. 

Cada vez parece más fácil decir lo que se piensa y ni siquiera eso nos ha ayudado a pensar lo poco que ya se dice.


Hasta hace nada, las compañías estaban en pugna por cuál de ellas ofrecía el mayor número de minutos gratis en sus tarifas y ahora... Ahora regalan los minutos. Ahora nadie llama. Y aquí añado: menos yo, porque debo ser la única que todavía no tiene tarifa plana ni el último Iphone -aunque haya quien insista en que estoy a tiempo de sincronizarme a Apple-. 

El relámpago en el estómago al ver el nombre de alguien en la pantalla, con su foto, sonido personalizado o lo que se tercie, ha pasado de excitación a miedo. Lo extraordinario del acto lo ha convertido en un calvario y con frecuencia observo caras de asombro que contestan con un "¿qué ha pasado?", "¿Por qué me llamas?". ¡Qué horror! (Emoticono de El grito de Munch).
Vivimos en la era de los likes como medidor de lo que te gusta o le gustas a ese tipo que no ves y cuenta con siete dioptrías porque existe "el error de calculo en la mirada", pero resulta que te conoce mejor que nadie y pone "me gusta" a todas tus publicaciones "¿hola?, toc-toc, ¿hay alguien ahí?". Donde "el pulgar hacia arriba" se levanta calificando poses sugerentes de consoladores, muñecas hinchables y viceversa, que se exhiben como en una vitrina de cristal y que, como está de moda, también exhiben en esas fotos a sus hijas vestidas e incluso retocadas como si fueran algo que no son, niñas. 

En medio de tales anormalidades normalizadas, no puedo evitar pararme en seco. 

Honestamente, yo me echo fuera del Facebook como alma que se lleva el diablo... 
Apenas me queda saliva de la cantidad de veces que he reivindicado la naturalidad y la belleza real. De pedir a las mujeres de cuarenta e incluso de treinta y hasta de veinte que sean ellas mismas, que luzcan sus marcas de expresión y dejen de usar el Perfect365 para añadirse pestañas, brillo en los ojos, y una piel que no tenían ni al nacer. ¿O acaso debemos ser clones que desfilan uno tras otro en una revista femenina anunciando perfumes? Ya me salí de la línea, pero es más de lo mismo, las mujeres reales, auténticas, genuinas, completas, se han convertido en "pequeños grupos que están surgiendo por ahí" -mueca especial para Aran y Elena- al igual que el selecto y minúsculo grupo de personas que tiene el privilegio y honor de formar parte de esa lista de "llamadas entrantes y salientes".
La tecnología ha conseguido que ante la imagen de una pareja sin hablarse en un restaurante, lo cual era sinónimo de "discusión antes de salir de casa", no pase de "dos personas mirando la pantalla de su respectivo móvil". Sin más. Y con menos. 
En esta era de los likes, del buen rollo, donde todo el mundo  es guapo, tiene los ojos blanqueados con láser y los dientes como perlas con solo descargar una App, es inteligente y culto, gracias a Wikipedia, sabe chino y si no usa el traductor de Google, y un larguísimo etcétera, comunicarse de verdad  -ser en lugar de aparentar- es un complemento de alta costura. Mantener un intercambio de opiniones discrepantes a viva voz, máxime cara a cara, es perla barroca negra en medio de tanta perla blanca de los chinos. La tecnología nos permite intercambiar frases a través de una App y cerrar la conversación cuando el asunto se torna molesto, cuando rasca cual etiqueta en la camisa o fingir estar "a otra cosa o no haberlo leído". Nos permite huir, engañarnos, negar la realidad, elevar el escapismo a verdadera obra de arte y seguir como si nada. Como si nada ni nadie tuviera el suficiente valor, como si fuéramos nada... ¿Acaso no nos restamos valor cuando lo hacemos? Y aquí hablo de valor como la actitud del querer del hombre, de la voluntad iluminada por la inteligencia y de la capacidad de afrontar ciertos riesgos con el ímpetu y coraje que corresponde. 
Un teléfono inteligente, para mí, sería aquel que reflejara todas las llamadas que no te hacen y las que te has acostumbrado a no hacer. Así como todos esos mensajes que obvias esperando que pasen unas horas para que se calmen las aguas o se produzca un reseteo mental por ciencia infusa. Un detector de cobardes; de actos cobardes. Algo así como: "tu amigo tiene muchas ganas de verte, pero teme que le recuerdes los cien euros que te debe desde hace meses, así que ha optado por reenviarte este chiste". "Tu ex está deseando llamarte, pero le pesa el orgullo y cree debes ser tú quien descuelgue el teléfono, así que en lugar de eso ha borrado tu número para no caer en tentaciones", aunque las frases que te grita, a ti y a todos sus contactos, en su estado, lo delatan. Un teléfono que no te avisara cuando el torpe de tu vecino está contemplando tu foto de perfil y se le va el dedo dándote una perdida. Uno que siempre preservara ese velo platónico de quien guarda para sí algo que es sólo suyo: sus secretos. Uno en el que no pudieran descargarse aplicaciones para saber quien visita tu perfil ni cuántas veces. Ni si quien acaba de pasar a tu lado está soltero/a o buscando con quien quitarse las telarañas o el último clavo.


Y ya lo de los bloqueos y asesinatos virtuales es otro tema, porque da para mucho, para "muchomás". 
Este fue el motivo que me llevó a escribir "Muchomásica", y fiel a mis creencias y a mi muchedad, he decidido "restringir, y limitar" el uso WhatsApp a lo que es. Ya no lo quiero ni concibo de otra forma: no me da la gana, me niego y rebelo a reducir mi comunicación personal de ese modo, me bajo aquí, porque no voy a normalizar lo anormal, no voy a deshumanizar mi humanidad, ni a empobrecer mi comunicación con una App. 
Y aquí cito la frase de un grande: "Si te dijera que los idiotas no sufren, ¿te gustaría ser idiota?"

*Sin ofender a nadie y respetando, como siempre, que cada cual decida, actúe y piense, lo que dé la realísima gana, que somos libres, o al menos, lo intentamos. 

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