Caminar es encontrarnos





Vi arder el cielo sobre el Partenón; Romero y Julieta en El Arena de Verona; los vasos rotos en Lisboa y las pulseras a todo color en el Castillo de San Jorge; las ardillas picotear el bosque en Canadá y atravesar Central Park; a los indios tallar ese rostro sereno que observo a diario al bajar las escaleras; el brillo de la fantasía en la Torre Eiffel y las calabazas de los jardines de María Antonieta; las Cataratas del Niágara y el malecón de Coney Island; el estupor de Capri; los silenciosos acantilados de Positano; el murmullo de las ruinas de Éfeso; el brillo de la Mezquita azul; el vértigo sobre Capadocia; escorpiones y jaimas; el desierto de Merzouga…

Todo lo pendiente se va, y también vuelve contigo.

Nunca llegamos al Machu Picchu ni bebimos cócteles demasiado dulces hasta matarnos de aburrimiento en una playa de Cancún. No nos hizo falta; lloramos como lo hicieron los neoyorquinos, con la misma desolación y el mismo asombro que describe Scott Fitzgerald el día que inauguraron el Empire State. Miles de personas se subieron a lo más alto de aquel mundo y descubrieron que Nueva York tenía límites; que todo aquel amasijo de asfalto y luces de neón que creían un universo, solo era una ciudad.






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