De los cobardes no hay nada escrito







De los cobardes no hay nada escrito


—De los cobardes no hay nada escrito —dijo a modo de lustroso saludo mientras tomaba asiento. —Ni siquiera con un título así fuiste capaz de escribir sobre los cobardes —Hizo una ligera pausa para acrecentar mi grado de expectación dándole un sorbo al café que acababan de servirle en la mesa. —En cuanto te vi entrar por la misma puerta, hace meses, supe que eras de esas mujeres que solo se tiene la gracia de conocer una vez en la vida, de las que dejan huella sin cumplir estereotipos, porque “las huellas no las marca el cómo sino el quién”— Extrajo un papel doblado del bolsillo trasero de su pantalón y lo desplegó ante mí para leerlo:
“De esas que leen a solas en un banco y salen a la calle con una sonrisa sin necesidad de esconderse tras la pantalla de un teléfono o del antiojeras. Porque eres auténtica… Ni más guapa que cualquiera ni más bonita que ninguna, sencillamente tú. La gente muchas veces sabe cuando entras y llegas, y otras, nadie percibe que estás, pero bien que se nota tu ausencia cuando abandonas un sitio, todo el mundo siente y sabe que te has ido incluso si no vas a volver más”.
—Admito que puede resultar apabullante que hilvane tus propias palabras. Rectifico: no tienes una tara —manifestó doblando nuevamente el papel y depositándolo a un lado de la mesa. —Al decir lo que te dije no pretendía insultar tu inteligencia, tampoco herir tu sensibilidad y, mucho menos, faltarte al respeto —concluyó escrutando sin disimulo mis ojos en busca de… —Conozco a muy pocas personas que sean capaces de ese “tanto y todo”. Lamentablemente, es así. Eres como una fuente inagotable, sin límite. ¿Lo sabes? — Volvió a clavar su vista en mis ojos como si tratara de leerme el alma, o así lo sentí. —Lo que te digo nada o poco tiene que ver con que estés soltera o no estés sola. Supongo que es ahora cuando sientes que estás en “el camino”, en el punto exacto donde se abren dos bifurcaciones. Eres lo suficientemente intuitiva para elegir bien, pero…
Interrumpí la pleitesía que rendía a mi ego —: Llevan al mismo lugar.
Sus ojos se abrieron expectantes.
—Un camino será más abrupto y pedregoso, el otro, un desafiante sendero —proseguí. —Ambos culminarán en el mismo sitio. La única diferencia estribará en mi cansancio y las heridas. ¿Cuál escogiste tú?
—¿Yo? Yo la reté para andarlo con ella.

Siempre insisto en que solo tiene derecho a quejarse aquel que verdaderamente hace algo. Ser valiente no implica vivir con ausencia de miedo, el miedo lo sentimos todos, algunas personas se paralizan ante él, otras huyen de cuanto despierta ese sentimiento. La valentía y el coraje radican en, aún sintiendo ese miedo, enfrentarlo, porque solo ese hecho te llevará a conocerte mejor, a crecer y derribar tus propios límites o a prescindir de las limitaciones que te has impuesto sin darte cuenta, en definitiva; a liberarte, y ¿acaso alguien desea vivir encarcelado, bajo los seguros, pero tristes muros de una zona de confort?
Cuando nos aventuramos a traspasar el grueso ladrillo de lo que nos hace sentir cómodos, protegidos y a salvo, y salimos a ese campo infinito llamado vida para vivir realmente, es lógico y natural que sintamos dolor. Las personas alegres no se pasan la vida sonriendo, “pasándolo pipa”, también lloran, tropiezan, se caen, sangran…
Creer lo contrario sería convertirse en una persona que ha dejado de vivir para soñar. El realismo es tan necesario como el optimismo, pero ambos han de tomar la forma del otro. Un exceso de realismo lleva a la amargura, a la castración del potencial por las barreras del yo, del ego; y un exceso de optimismo, a la constante desilusión y al drama, a lo que denomino “martirio neptuniano”, a causa de una ilusoria fantasía subida a un idílico pedestal.
El sentimiento y el pensamiento, la materia y la antimateria, el yo y el tú, el texto escrito y cuanto lo inspira.
Al vivir, como al relacionarnos, entramos en contacto con estas polaridades. Si vivimos somos valientes, si sobrevivimos o nos limitamos a existir, no. 
La individualidad se nutre del contacto. Y todos tenemos ego. El ego erige las fronteras del yo. Cuando nos relacionamos creemos que podemos llegar a perder nuestra propia personalidad o estima al tratar con el otro “nos ha costado mucho esfuerzo, sacrificio y trabajo ser así o estar donde estamos” y nos vemos cediendo, negociando, cambiando; y cambiar, ¿para qué? ¡No hay nada más seguro y firme que lo estático; lo que soy ya! Si nos relacionamos a través del ego, fomentamos la cobardía aferrándonos a lo conocido con fuerza. A comer hoy para pasar hambre mañana. No obstante, cuando nos atrevemos y arriesgamos a que el contacto nos enriquezca hasta el punto de romper parte de nuestra propia estructura, crecemos. Puede resultar paradójico, pero en la práctica es así. Todo proceso de catarsis, de sufrimiento, conlleva esa resurrección. Una renovación. Una nueva estructura más firme, fuerte y segura que probablemente en algún momento vuelva a resquebrajarse, porque la única constante en la vida es el cambio. Pero que en cuanto adquiera el cimiento adecuado, no caerá jamás, sencillamente seguirá creciendo, haciéndose cada vez más grande y a un tiempo, adaptable, como esos enormes edificios que se construyen para fluir ante un seísmo, pues tales cambios siempre aspiran alcanzar cierta “perfección”.
Los seres humanos contamos con un punto de autodestrucción natural. Una perversión innata que habita en nosotros y desea con todas sus fuerzas la propia autodestrucción con el fin de resurgir de las cenizas. La necesitamos. Necesitamos probarnos a nosotros mismos. Necesitamos el yo, el ego, el autoengaño, las bajas pasiones, los arrebatos, el caos… hasta que atravesamos el Hades.
Sólo cuando nos atrevemos a transitarlo, a sentir en la piel lo que es arder en llamas estando vivo, nos redimimos. 
Y esa necesidad de autodestrucción deja de latir impetuosa. No hará falta bajar al infierno para descubrir lo que habita en él, ya lo has visitado. Has bailado con el diablo hasta que sus pasos dejaron de marcarte el ritmo y fuiste lo suficientemente listo para darte cuenta que lo que prometía ser un baile apasionado se convirtió en el deambular de un vagabundo dando tumbos sin tino y borracho. Te has batido en duelo con tu sombra, te has mirado al espejo, has visto de lo que eres capaz; tu parte más oscura. Y lo mejor, la has aceptado. A partir de ese momento, ya no quieres ni necesitas más. Sabes quién es el señor de las bestias, el dueño del umbral. Has tratado con él cara a cara y no por boca de nadie. Lo has mirado a los ojos y contemplado ese vacío infinito que habita en él. ¡Qué necesario! Pues no aprendemos esta dura lección mas que por nuestra propia experiencia, lo que ha sido nuestra vida y, nunca, por la de los demás.
*Hay quien dice que la vida es larga, muy larga. A veces, se convierte en una dura cuesta, a veces somos nosotros mismos quienes la tornamos en una pronunciada cuesta, nos olvidamos o preferimos no ver que estamos “de paso” y que no sabemos cuánto va a durar. Perder tan solo un minuto, desperdiciarlo y no invertirlo en lo que realmente importa, resulta ridículo si lo contemplamos bajo esa óptica tan real. Todo parece perder ese significado ilusorio e irreal que pretendemos darle. Incluso el ego se percibe tan absurdo… 
Desde hace mucho creo que todo, absolutamente todo, es un 50-50. Una maravillosa mezcla de las dos caras de la misma moneda. Un perfecto equilibrio entre dos partes. El punto en el que convergen dos extremos antagónicos que parece que jamás podrían llegar a tocarse y que, sin embargo, confluyen en un punto en el que uno engloba al otro y viceversa. 
Y ahí está el centro. El famoso centro del que te sales de vez en cuando para recordar cómo llegaste hasta él y que supuso subir al cielo y bajar al Hades.
Por eso, de los cobardes no hay nada escrito, y no lo pienso escribir yo. 

Dácil Rodríguez

Escritora y Psicóloga natural de Santa Cruz de Tenerife
Autora de la novela ¿Dónde está el hombre de mi vida?

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